Conversar con familiares, amigos y colegas que viven en países diferentes nos da una perspectiva global del acontecer socioeconómico de lo que nos acerca o aleja. Hoy, lo que más nos acerca es la incertidumbre y preocupación sobre nuestro futuro colectivo, amén de tener sobradas razones de preocuparnos por la creciente hostilidad política. A estas alturas ya debemos saber quién será el próximo presidente de Estados Unidos -esta columna fue escrita el día de las elecciones generales-. Y así como sabemos que la política rara vez sirve al mejor interés de todos -incluso en las democracias siempre habrá personas que no tengan las mismas oportunidades- también sabemos que sus voces pueden ser escuchadas a través de buenos liderazgos. A propósito de esa preocupación colectiva, solemos escuchar -por doquier- la sempiterna y manida frase que “los niños son el futuro”. Lo que es obvio y nadie discute. Plantea, además, serias interrogantes. Si nos preocupa tanto nuestro futuro ¿qué estamos haciendo por mejorar las condiciones de todos los niños del planeta? Y, como la caridad empieza por casa ¿qué estamos haciendo por ellos en nuestro entorno familiar, comunal o nacional? Si tomáramos en serio esa preocupación ¿cuánta fe ponemos en los niños y los jóvenes por crear espacios seguros para ellos o apoyar -desde el liderazgo- medidas que redunden en su bienestar? El futuro de nuestras familias, de la paz y de la humanidad, demanda de nosotros una mirada más allá de nuestros intereses, egoísmos o meras intenciones.
A lo señalado, subrayando la necesidad imperativa de entablar un diálogo sincero para arribar a buen puerto, en su relato canónico de la retórica, Aristóteles argumentó que, para ser persuasivo, un hablante necesita una combinación de razón, emoción y carácter. Sin embargo, esa tríada -a juzgar por lo que se observa en nuestra cotidianeidad- se ha convertido en valores atípicos por el aumento de las ‘emociones’ -por así llamarlo- que ahora gobiernan el dominio político, amén de amenazar el delicado equilibrio que ha sido esencial para una ‘polis’ saludable durante milenios. Es más, cuando de historia se trata, casi siempre solemos pensar que nuestro momento es el más divisivo y emocional. Y razón no nos falta si observamos que, en los últimos 20 ó 30 años de política estadounidense, la ‘emoción’ ha estado a la vanguardia. Y no creo tampoco, que al día siguiente que nos levantemos, el arco del universo se haya inclinado ‘milagrosamente’ hacia la justicia. Por el contrario, creo con firmeza que tenemos que trabajar cotidianamente para que esto suceda y, pase lo que pase, seguiremos avanzando -sin prisa, pero sin pausa, un poco más, cada día- en la lucha por la justicia, que tampoco será la primera vez.
La hermosa estación de otoño -tan llena de simbolismos- viene al punto y nos invita a la reflexión. Las hojas de los árboles cambian de color, se marchitan y caen -por la fuerza del viento- lentamente al suelo. El elegante movimiento de la caída de las hojas -acompañado de una sensación de paz- nos recuerda nuestra inexorable mortalidad. La estación otoñal de nuestra existencia, un glorioso ciclo, que luego -del interregno invernal- da paso a un renacer de la vida, a la primavera de ‘vidas nuevas’ y ricas promesas acompañadas de la sublime responsabilidad de trascender y de hacer de este mundo mejor. Si contemplar nuestra mortalidad puede llevarnos a detenernos y preguntarnos si estamos contentos con la forma cómo estamos viviendo, me pregunto si podríamos tener más práctica en compartir y apoyarnos mejor unos a otros, sobre todo, si pensamos en las futuras vidas que nos precederán. Pues bien, qué mejor momento para celebrar - interiorizar, enseñar y formar- ese dar y compartir, reunidos en familia, que el Día de Acción de Gracias. ¡Feliz Thanksgiving!