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Por una comunidad narrativa

Una comunidad que “escucha y sale al encuentro” del otro será una delas premisas del cardenal Robert McElroy, nuevo arzobispo de Washington. Foto/Mihoko Owada

No todo inmigrante es perfecto, es humano también. Pero más allá de esa perogrullada, lo cierto, es que hay un temor inveterado a la inmigración. Benjamín Franklin se quejaba de los inmigrantes alemanes que no hablaban inglés y solía decir que arruinarían al país. Hoy la gente se queja de los recién llegados y dicen también que arruinarán al país. Hay una percepción enraizada de que los inmigrantes son un obstáculo para prosperar. No faltan los que se sienten “invadidos por la demografía”. La política exterior del país tiene consecuencias, muchos inmigrantes están aquí porque nosotros estuvimos antes en sus lugares de origen.

A decir verdad, el fenómeno migratorio es tan antiguo como la humanidad misma. Las historias bíblicas del Éxodo y la huida de José y María a Belén son narraciones que están impresas indeleblemente en nuestra memoria colectiva y, a través del tiempo, han creado “comunidades narrativas” en torno a ellas. La religión es una narración característica que encierra una verdad intrínseca, no omite ningún aspecto de la vida y la fundamenta en el ser, donde el tiempo mismo cobra un sentido narrativo. El calendario cristiano, por ejemplo, hace que cada día del año tenga un sentido. En nuestra comunidad, nuestras celebraciones de religiosidad popular son el clímax de una narración, nuestra narración. Sin esas narraciones que dan paso a nuestras festividades no tendríamos fiesta, ni tiempo festivo, festividad que la vivimos con una intensa sensación de ser.

Las narraciones son capaces de transformar el mundo y de descubrir en él nuevas e insospechadas dimensiones. Sin embargo, esas narraciones nunca las crea a voluntad una sola persona. El surgimiento de ellas obedece a un proceso más elaborado en el que participan fuerzas y distintos actores. En suma, son la expresión del modo de sentir de una comunidad, de la época y del contexto en que se vive. Hoy la narrativa migratoria da sentido y proporciona identidad a millones de seres humanos que enfrentando todo tipo de vicisitudes -aun a riesgo de sus propias vidas- han dejado sus lugares de origen en busca de oportunidades y un futuro promisorio para sus familias. Allí no hay crimen alguno, solo bravura y emprendimiento. Mas, no se puede soslayar el aumento de la permisividad, cada vez mayor e iterativa, de los populismos, de los nacionalismos, de los tribalismos y de las narrativas conspiranoicas que presentan a los inmigrantes como el chivo expiatorio de un mundo en “caos”.

Hoy, el acto de contar historias lo reemplaza la pantalla digital que aísla a las personas. Ni siquiera las historias que se publican en las plataformas de redes sociales pueden subsanar ese vacío narrativo. Irónicamente, estamos más informados que nunca, pero andamos totalmente desorientados y somos presa fácil de medias verdades que trocean el tiempo y lo reducen a una mera sucesión de instantes presentes. La narración, por el contrario, genera un continuo temporal, es decir, una historia que transmite sentido. Y sentido significa dirección.

En nuestra cotidianeidad nos contamos cada vez menos historias. La importancia de contar historias de inmigrantes, de sus retos, de sus esfuerzos por superar la adversidad en un mundo nuevo es un imperativo. No se trata solo de informar o intercambiar informaciones, sino de acercarnos al otro en toda su compleja humanidad para encontrarnos a mitad de camino en aras de crear comunidad. Historias que fomenten la capacidad de empatía, que creen vínculos entre las personas, que generen una comunidad narrativa, una comunidad de personas que escuchan con atención. Una comunidad que “escucha y sale al encuentro” del otro, como lo precisó el cardenal Robert McElroy, nuevo arzobispo de Washington.



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