A menudo se reprocha a los medios de comunicación masivo que día tras día llaman nuestra atención sobre cosas ‘sin vital importancia’, más –¡oh paradoja!– sólo tres o cuatro veces leemos un libro o texto en el que hay algo realmente esencial. Así, como solemos leer, ver o escuchar las noticias con avidez, para variar un poco, deberíamos, leer o releer con redoblado entusiasmo la encíclica del papa Francisco Laudato Si (Alabado seas), una vital referencia al cuidado de nuestra casa común, que alude a la magnificencia de la creación y cómo está destinada a ser compartida y cuidada por todas las personas en cada generación, desafío urgente que incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral. Los insoslayables signos de nuestros días nos invitan a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos construyendo el futuro del planeta: “una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos”. La promoción de una ecología integral –como la llama Francisco– es un imperativo moral de nuestro tiempo. Una ecología moral integral que empieza por el respeto a la dignidad humana y el medio ambiente, habida cuenta que cada actividad humana tiene su propio ecosistema: una relación armoniosa entre los hombres y el mundo que nos rodea. Mas, las buenas intenciones, por sí solas, no bastan si los más necesitados –los más vulnerables al cambio climático– no cuentan con oportunidades equitativas que se condigan, por ejemplo, con servicios adecuados de vivienda, educación, salud y salarios decentes que les permita tener un ‘ecosistema’ familiar y laboral integral.
En tiempos de inestabilidad, la independencia y prosperidad es una vital necesidad que arroja luces sobre el por qué de la globalización de la migración. Sin embargo, se insiste en abordar ese sempiterno fenómeno global –al igual que la pobreza– con una fijación obsesiva en las estadísticas, pero no en los perversos efectos en los más expuestos al cambio climático que depreda el medioambiente y desestabiliza comunidades. Vemos –hoy– como se ha perdido el sentido de hospitalidad hacia los extranjeros. Muchos se han olvidado de que sus padres, abuelos o tatarabuelos fueron también extranjeros y usan sin pudor la mano de obra barata de los inmigrantes para insistir, luego, en ‘desecharles’ porque –dizque– son ‘ilegales’, sin detenerse a reflexionar que ningún ser humano es ‘ilegal’ y que cada ‘indocumentado’ tiene una rica historia personal que contar, como los antepasados de todo el mundo. En contraste, una ecología integral brinda, especialmente a los más vulnerables, la oportunidad de liberarse del yugo pernicioso de la pobreza, amén de un mejor uso de los recursos naturales y de liberarnos del inmisericorde consumismo expresada en la ‘cultura de lo desechable’: de usar y botar. En una ecología integral, no solo aceptamos nuestra responsabilidad ciudadana, sino que –además de exigir rendición de cuentas a gobiernos e instituciones– tenemos la oportunidad de manejar nuestro destino, con plena consciencia de que ‘el diablo está en los detalles’.
Nadie puede reclamar la propiedad absoluta sobre los bienes de la Tierra. Verdad de perogrullo que nos fija en el mundo y a no perder ‘la actitud de asombro’ y contemplación ante la creación, una oportunidad de examinar nuestro estilo de vida para ver qué podemos hacer para vivir una vida más sencilla con la esperanza de que lleguemos a “una nueva conciencia de nuestro origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro para ser compartido con todos”.