Cuando el cardenal Wilton Gregory llegó –en el 2019– a la Arquidiócesis de Washington su acercamiento, su sencillez y humildad para escuchar y reconocer la presencia del otro hizo de su propia presencia –en sí misma– un inconfundible “mensaje de diálogo”: el mensajero, el mensaje mismo. Se podría –quizá– decir que no hay nada nuevo en ello. Sin embargo, sin mucha alharaca, su presencia dialogante y espontánea –una muestra de la frescura y la fragancia del Evangelio– tuvo oportunos efectos sanadores en momentos aciagos. Su presencia subrayó, además, las virtudes vitales del ejemplo, de ese ejemplo que arrastra multitudes más allá de la grandilocuencia de las palabras, lo que le permitió ser el primer cardenal afroamericano de la nación. Sus acciones y su afabilidad en el trato fueron un recordatorio iterativo de que los ‘expertos’ no son los que dicen, sino los que hacen. Una certeza. Una convicción. Una coherencia, la misma que se da cuando nuestras acciones se condicen con lo que pensamos, decimos y hacemos cuando se ejercita el lenguaje de la cabeza, del corazón y de las manos. Lo que en buena ley le valió al cardenal Gregory ganarse el respeto y la confianza del personal arquidiocesano. Su proverbial sonrisa, su cordialidad y bonhomía, al salir al encuentro de la gente, le granjearon el aprecio y la simpatía de su grey.
A Washington, DC, llegó en medio de un ambiente enrarecido por la desconfianza larvada por los abusos cometidos por algunos miembros del clero. Su presencia fue providencial. Su modo de acercarse a los demás –con humildad y naturalidad– desbrozó obstáculos, limó asperezas y mostró la andadura a ser fiel a uno mismo, a ser levadura del ejemplo, amén de restaurar la confianza. Al poco tiempo que inició su servicio en la ciudad capital se desató la pandemia de Covid-19 que cobró millones de vidas en el planeta y nos sumió en el desconcierto. A través de su columna mensual “Lo que he visto y oído” –un fiel reflejo de su espíritu dialogante– orientó a los padres a equilibrar las actividades de sus hijos con la educación estando en casa, haciendo hincapié en las lecciones aprehendidas cuando se reúne la familia extendida, esa “iglesia doméstica” que nos interpela a descubrir la realidad de una manera nueva y muy personal: volviendo a introducir en el hogar la oración, preparando un calendario de actividades dejando tiempo para la relajación y la comunicación. La iglesia doméstica en cada hogar se benefició de su ‘presencia’, guía y consejos. Las familias tuvieron la oportunidad de alternar unos con otros en niveles que antes habríamos considerado impensables.
En el caso de la comunidad inmigrante, ese “apostolado de la presencia”, en horas desafortunadas, fue un campanazo de fe y esperanza, un llamado a los jóvenes a participar, a ser ejemplos de cambio dirimentes en el seno de sus familias y de sus comunidades. Al igual que el primer inmigrante que puso pie en suelo americano, todos llegaron con el mismo sueño a cuestas: construir un futuro mejor para sí y sus familias. Otrora verdad de perogrullo que se ha ido trastocando. Antes, el hecho de ser un inmigrante denotaba coraje y emprendimiento. Ahora es un sambenito para descalificar y deshumanizar al otro, ignorando que la gente del tercer mundo viene al primero a buscar los valores que se les han predicado: libertad de acción, respeto por los derechos humanos, capacidad de desarrollo económico, derechos que acompañan a todo inmigrante. En este ambiente, el cardenal Wilton Gregory alentó a abrazar con esperanza la responsabilidad ciudadana que a todos nos compete cuando se trata del bien común. Su presencia despertó la buena voluntad, empatía y compasión en un ambiente divisivo. Bien reza el proverbio: “Siembra bondad y recogerás amor”.