En un mundo tan diverso y cambiante, donde en muchos lugares prima un ‘instinto tribal’ y el miedo al ‘otro’ ha envenenado muchísimos corazones -que impele a hacer cosas terribles-, no hay mejor antídoto que una ‘cultura de encuentro’, que bien se podría traducir “hablando se entiende la gente”, inveterada y popular frase que abuelas y madres suelen repetir con iteración a sus hijos. Esa cultura de encuentro que aleja el miedo y promueve la esperanza, más aún, cuando se conoce la imagen del ‘otro’ y se interactúa y comparte con ellos en su propio entorno, fue la que experimentamos y vivimos sacerdotes, laicos y directores de ministerio hispano de la IV región de Estados Unidos en la visita pastoral a El Salvador, realizada del 25 al 30 de enero. Se nos dispensó una acogedora bienvenida -pasamos a ser un miembro más de la gran familia salvadoreña- que más que una tácita exhortación fue un sencillo y magnífico llamado y recordatorio -sin mediar palabras- de que ‘la unidad es una tarea de liderazgo’. En el tiempo, ‘su tiempo’, que generosamente compartieron con nosotros pudimos conocer sus dones personales y degustar de sus ubicuas e inefables ‘pupusas’, bien podríamos decir ahora con profusión: ‘Todos somos pupuseros… y romeristas’.
El Salvador es un país pequeño de 21.000 kilómetros cuadrados, quizá uno de los más pequeños de Latinoamérica, donde en una o dos horas uno puede estar en la playa en un ambiente cálido y en otra hora en un volcán con un clima templado. En pocas palabras, se puede cruzar el país en un día completo. Para muchos lugareños, El Salvador vive un ‘renacimiento’ que lo posiciona, por primera vez en su historia, como un país turístico, gracias a que el actual Gobierno redujo significativamente los índices de violencia. Los ciudadanos de a pie coinciden en señalar que “prefieren vivir con un plato de comida al día y no regresar al pasado de incertidumbre, de violencia, de miedo y de angustia, un pasado de violencia que enferma y deteriora la salud mental”. Sin embargo, no todo es color de rosa, para lograr esa pacificación el Gobierno, que tiene suspendida las garantías constitucionales, puso en práctica un plan de ‘Control Territorial’ con el objetivo de acabar con las pandillas. Actualmente, hay más de 90.000 ‘delincuentes’ en la cárcel más grande de Latinoamérica, donde -sus detractores afirman- se ha detenido a mucha gente joven inocente.
Los pobladores de El Salvador, un país bucólico de una agreste y bella geografía, hacen gala de una gran gentileza y sencillez, prestos a servir, y, sobre todo, con una indomable “fe de carbonero” -todo terreno-, que pudimos dar fe al conocer de cerca la realidad de los pueblos de donde proviene la mayoría de los inmigrantes salvadoreños del área metropolitana de Washington; amén de visitar los lugares emblemáticos de san Óscar Romero y ver, in situ, los aportes de esos pueblos y de sus hijos en Estados Unidos, una relación que todos necesitamos y que nos fortalece unos a otros. En lo que nos toca, en aras de hacer que sea una realidad la mencionada ‘cultura de encuentro’ y de acercarse al ‘otro’, en el seno de una gran familia, como bien dice el obispo Menjívar (ver pág. 10): la parroquia se nos presenta como la mejor puerta de entrada para integrar a las familias inmigrantes salvadoreñas a la sociedad norteamericana, toda vez que muchas de ellas viven en guetos y marginadas. No hay, pues, mejor puerta de entrada que nuestras parroquias para promover esa integración en un ambiente de plena confianza; y, para hacer realidad nuestros sueños poniendo especial atención a las familias y a los jóvenes.