La educación es la herramienta más eficaz para salir de la pobreza. Es un estribillo que nunca está demás repetirlo con la sana tozudez de insistir en lo dirimente y fundamental que significa la responsabilidad de los padres de informarse, indagar y preguntarse a dónde debo ir, cuándo hacerlo, por qué hacerlo y cómo hacerlo para que sus hijos puedan acceder a las oportunidades educativas que ofrecen –por ejemplo– nuestras escuelas católicas, donde encontramos un sinnúmero de testimonios que dan cuenta del éxito y las bondades de ese tándem que implica educar y, sobre todo, formar a nuestros hijos como futuros líderes en el seno de la Iglesia y de una sociedad en constante ebullición. La educación implica también reto y compromiso. Una nación con una fuerza laboral no educada es imposible augurarle un futuro brillante en una cada vez más compleja y competitiva aldea global. Realidad que suelen ignorar los que padecen el ‘síndrome del ascensor’ (presionar con porfía el botón de llamada del elevador para, una vez dentro, presionar con obstinación el botón de cierre para que nadie más entre) y que se manifiesta en la sola preocupación por su bienestar individual y no por el bien común.
Ampliar la base de educandos en nuestras escuelas es también un reto y tarea de todos. Vale decir, indagar y explorar las maneras de cómo registrar a más estudiantes hispanos en las escuelas católicas para que el número de estudiantes hispanos inscritos en catequesis, se vea reflejado, en la misma proporción, en las aulas de nuestras escuelas. Para ello, necesitamos identificar, a ciencia cierta, las diferentes necesidades que vemos de parroquia a parroquia, de escuela a escuela y de familia a familia para buscar las soluciones adecuadas que permitan crear más y nuevas oportunidades. Esa posibilidad de hoy podrá ser una realidad mañana si nos acercamos a nuestras comunidades con humildad y la sana intención de escuchar, aprehender e identificar los obstáculos para desatar los ‘nudos gordianos’. Las familias no esperan dádivas, solo mayores oportunidades de educar a sus hijos con dignidad. No olvidemos que muchas de esas familias –esos nuevos americanos– provienen de mundos diferentes y que no están de paso, han venido para quedarse, sublime historia que se repite, una y otra vez, y se remonta a los orígenes de nuestra gran nación –un país de inmigrantes hecho por inmigrantes–, cuyos principios fundacionales son libertad e igualdad de oportunidad.
La manera en cómo asumamos el reto de educar a nuestros jóvenes, cómo nos adaptemos a las nuevas realidades e incorporemos de manera ecléctica lo bueno que encontremos en los demás, sin perder de vista nuestra identidad y principios, en esa misma manera seremos competitivos y nuestras posibilidades de éxito serán mayores. Podremos si queremos, si somos constantes y disciplinados, y –como en la teoría de la bicicleta– mientras sigamos pedaleando, no nos caeremos. En esa andadura, nos acompaña el deseo y la necesidad de comprender, que se acerca más a la acción que al pensamiento, y cuanto mayor sea el número de personas que comprendan la vital importancia de la educación tanto más real serán sus compromisos. Comprender tampoco significa negar lo que nos indigna, como la aberrante retórica del racismo y la exclusión. Contar nuestras historias es la ‘otra cara de la acción’: uno no se cuenta una historia a sí mismo, sino a otras personas, para comunicar sentido. Y en la medida que lo logremos seremos comprendidos por los otros, y el narrador se hará más ‘real’ y más ‘vivo’. Las heridas solo pueden sanarse en un clima de libre debate, donde cada uno puede expresar sus propias equivocaciones, dolores y sufrimientos. La vida es, pues, una persistente lucha hacia la verdad.