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La crisis causada por la pandemia puede y debe acercarnos más aún como hermanos

Enfermero se alista antes de atender a pacientes infectados con el COVID-19. Foto EFE

Me encontraba en la sacristía de la Catedral de San Mateo -preparándome para la misa- cuando una empleada de la catedral entró y haciéndole señas a monseñor Jameson, el rector, dijo que le enviaba un ‘abrazo aéreo’ por el día de Año Nuevo. Estoy seguro de que muchos abrazos virtuales como ese se intercambiaron en toda la Arquidiócesis de Washington en el curso de este tiempo de Navidad. A todos nos hace falta poder saludar a nuestros amigos y familiares con una cálida expresión física de afecto y cercanía. Estos intercambios humanos son algunas de las innumerables cosas que tuvimos que dejar de lado el año pasado y, en lo que a mí respecta, espero con ansias el día que podamos volver a recuperar los gestos y acciones que la pandemia nos ha obligado a abandonar. Si bien la gran mayoría de la gente comprende y acepta las razones por las cuales hemos tenido que privarnos del contacto físico con otras personas, su ausencia ha sido una pérdida que esperamos pronto podamos recuperar.

Lo más probable es que cada persona haya tenido que dejar de hacer cosas valiosas que eran parte de su costumbre. Aquellos que prefieren recibir la Sagrada Eucaristía en la boca han tenido que recibirla en la mano por la seguridad de todos. Aquellos que se deleitan con la música y el coro en misa han tenido que dejar de escuchar y cantar aquellos himnos que les ayudan a elevar el espíritu. Los jóvenes a quienes les gusta ayudar en el servicio al altar tienen que permanecer en las bancas con sus respectivas familias para evitar el contacto con las demás personas que sirven en el presbiterio. Hay también aquellos que prefieren permanecer en la iglesia orando por un momento al concluir la misa y que tienen que salir sin demora para que pueda efectuarse la desinfección del lugar antes de la liturgia siguiente.

Aun cuando sabemos y creemos que el Señor Jesús está plena y completamente presente en la Sagrada Hostia, hay muchos fieles que anhelan poder compartir nuevamente del Cáliz Eucarístico, pues esto manifiesta más perfectamente el signo del banquete eucarístico [Catecismo de la Iglesia Católica 1390]. La Señal de la Paz ha llegado a ser, en la generación pasada, un gesto muy apreciado de unidad entre todos los fieles de la congregación que hemos tenido que suspender hasta que el virus de esta pandemia no siga representando un peligro. En resumen, ha sido preciso dejar de llevar a cabo numerosos procedimientos y gestos que permiten que la celebración de la Eucaristía manifieste una expresión simbólica más perfecta de la unidad y de la participación de todo el pueblo en el sacrificio de la santa misa. Por mi parte, deseo vivamente que pronto reanudemos dichas prácticas.

En los medios sociales hemos visto numerosos artículos en los que se describe todo lo que la gente anhela poder realizar nuevamente, por ejemplo, viajes, comer en los restaurantes, dejar de usar la mascarilla y volver a sesiones periódicas de gimnasia y ejercicios. Es posible que cada uno de estos deseos sea valioso y ciertamente beneficioso. No obstante, reunirse para la oración y la liturgia no son hechos intrascendentes ni sin importancia, puesto que constituyen una fuente de la esperanza y la fortaleza que nos ha sostenido y lo sigue haciendo durante esta estresante época de la historia humana.

El papa Francisco nos ha reiterado, una y otra vez, que de esta crisis saldremos mejor que cuando entramos en ella o peor de lo que éramos antes de que comenzara. Le rogamos a Dios que, por su gran misericordia, no permita que se concrete la segunda posibilidad. Y sea como sea que salgamos de esta situación, lo haremos juntos, no en forma individual. En otras palabras, la crisis puede y debe acercarnos más aún como hermanos. Si así efectivamente sucede, todo el dolor y el pesar que han quedado tras la pandemia serán un medio más que Dios puede emplear para suscitar una mayor cercanía entre unos y otros como hijos suyos.

Hay una frase en la liturgia de la Vigilia Pascual que siempre me llega al corazón cuando la escucho durante la proclamación del Pregón Pascual, el Exultet, que dice: ¡Oh, feliz culpa que nos mereció tal Redentor! Dios utilizó incluso el pecado de Adán y Eva para hacer realidad la redención de la humanidad pecadora. Quiera el Señor que de esta pandemia brote, a su conclusión, una similar plegaria de bendición por haber servido para unirnos más perfectamente de modos que jamás nos habríamos imaginado antes de que comenzara. 

 

 

 

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