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Redescubrir el sentido de la espera, una lección del Sínodo

Un momento de la Segunda Congregación General del Sínodo sobre la Sinodalidad. Foto/VN

Las luces navideñas han aparecido en varios balcones y escaparates de Roma. La temporada de verano terminó hace unas semanas, pero ya hay quien quiere esperar con ansias unas nuevas vacaciones, reduciendo el intervalo de tiempo que nos separa de las próximas festividades. Y no importa lo lejos que esté en el calendario. Además, como ya estamos acostumbrados a ver desde hace años, muchas tiendas fomentan este ritmo sincopado de modo que, por ejemplo, durante el período navideño no tienes tiempo de comprar el último panetón antes de que aparezcan los primeros huevos de Pascua.

Pero ¿por qué nos encontramos inmersos en un contexto en el que señales y objetos – desde luces hasta productos alimenticios en las tiendas – siempre nos recuerdan un momento de celebración? Quizás porque ya no queremos esperar. Sobre todo, ya no queremos esperar por las cosas que nos importan. Ya no reconocemos el valor del paso del tiempo, que hizo aún más deseable lo que queríamos lograr. Ahora queremos todo de inmediato. Y después de que se acabe ese "todo" (parcial) que se consumió demasiado rápido, ya estamos proyectados hacia el siguiente "todo" que desaparecerá con la misma rapidez.

Desde hace algunas décadas formamos parte de una sociedad en la que la velocidad es la dimensión que más se impone y afecta nuestra experiencia de la vida diaria. Y esto ha alcanzado ahora, al menos en Occidente, niveles espasmódicos. Construimos coches más rápidos y trenes de alta velocidad. Hemos creado ordenadores que son cada vez más rápidos a la hora de realizar cálculos y procesamientos. E incluso la comida se ha vuelto rápida: de hecho, comida rápida. Un antiguo proverbio dice: “Roma no se construyó en un día”. Hoy, sin embargo, esto es exactamente lo que nos gustaría: “Roma y en un día”.

En esta centrífuga que aparentemente se acorta hasta eliminar todo espacio superfluo, todo hiato no considerado productivo, hemos perdido sin embargo mucho de lo que ha acompañado y cuestionado al hombre durante milenios y que, como era de esperar, ha inspirado algunas de las mayores obras maestras del Literatura: la espera. Esa expectación confiada – mencionada varias veces en el Evangelio –, propia del labrador que siembra. No sabe si esas semillas darán fruto, pero sigue cuidando la tierra y espera con confianza el momento de la cosecha sin desanimarse.

También la Iglesia, que camina a través de la historia y acompaña a mujeres y hombres de cada época, puede correr el riesgo de absorber este espíritu de los tiempos que no permite pausas y mucho menos esperas. En definitiva, también en la Iglesia -en nuestras parroquias como en toda realidad eclesial, pequeña o grande- quisiéramos que todo se resolviera rápidamente. Esta es la primera reacción (muy humana) que se activa cada vez que surge un problema. Y, sin embargo, el Papa Francisco nos ha advertido en muchas ocasiones contra este riesgo, contra esta prisa – muy diferente de la evangélica – que quiere convencernos de que el espacio es superior al tiempo y no al revés.

Un campo de entrenamiento para esta expectativa, para acostumbrarnos al tiempo del campesino que siembra sin poder recoger inmediatamente los frutos, es ciertamente el Sínodo sobre la sinodalidad. Lo que ocurre estos días en el Vaticano es, de hecho, la última etapa (pero al mismo tiempo un reinicio) de un largo camino que ha durado tres años. Un proceso que, a instancias de Francisco, no buscó respuestas preparadas y decisivas sino preguntas abiertas y compartidas sobre las que iniciar el debate. Una comparación que no es estática, sino itinerante – precisamente sinodal – que tiene en la diligencia del buen samaritano y en la paciencia del buen sembrador dos modelos a seguir para construir una Iglesia cada vez más capaz de anunciar la Buena Nueva.



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