Un calor abrasador me recibe envolviendo todo mi cuerpo como si fuera una sábana, el color verde intensísimo de la vegetación deslumbra mis ojos, y el sonido de miles de chicharras invisibles resuena en el ambiente como una orquesta dándome la bienvenida: es pleno mediodía y he llegado a El Salvador. Salgo del aeropuerto “San Oscar Arnulfo Romero y Galdámez” y me dirijo al estacionamiento; ahí me espera ya el padre José Obdulio Flores (Pepe), quien será mi guía en este peregrinaje de apenas tres días.
Mientras nos dirigimos al Seminario San José de la Montaña, donde me hospedaré durante mi estancia en El Salvador del 21 al 24 de junio, el padre Pepe me cuenta algo de su vida: es Licenciado en Historia de la Iglesia y actualmente estudia su doctorado en esa misma materia. El citado seminario es histórico por varios motivos: el padre Rutilio Grande fue profesor, prefecto de disciplina y rector del seminario menor; también, en los amplios jardines y canchas de futbol, monseñor Romero ordenó establecer campamentos para acoger a los miles de refugiados inocentes que huían de sus pueblos para escapar de los arrestos y las matanzas que los militares ejecutaban en el país.
El padre Pepe me sorprende diciéndome que esa misma tarde iremos a la capilla del “Hospitalito” de la Divina Providencia para celebrar la Eucaristía. El “Hospitalito” acoge a personas de escasos recursos enfermas de cáncer terminal. El complejo donde se encuentra el “Hospitalito” también incluye la casa donde vivió monseñor Romero, ahora convertida en un museo, un pequeño jardín donde hay una ermita dedicada a la Inmaculada Concepción al pie de la cual está enterrado el corazón de monseñor Romero, y la capilla donde fue asesinado por un francotirador mientras celebraba la Eucaristía el 24 de marzo de 1980.
Al llegar al “Hospitalito” una de las religiosas que trabaja ahí nos da un tour por el museo y nos muestra las pertenencias de monseñor Romero que ahí se conservan como las vestimentas que usaba el día en que fue asesinado, la grabadora en la cual registraba su diario personal y el carro en el que se trasportaba para visitar sus amadas comunidades.
En la capilla del “Hospitalito” celebré mi primera Eucaristía en suelo salvadoreño. Jamás imaginé que un día iba a tener el privilegio de celebrar en el mismo altar donde Romero dio su vida por el pueblo al que amó y defendió proféticamente contra los abusos del gobierno y los militares. “Veo este pasillo,” dije en mi homilía, “por donde atravesó la bala que abrió las puertas del cielo a monseñor Romero.” Aunque me sentí indigno de celebrar la Eucaristía en ese altar, pedí a San Oscar Romero que me concediera la gracia de ser un ministro fiel al evangelio de Jesús que él predicó de palabra y de obra. (Ver homilía completa aquí: https://youtu.be/jHLBp5IRpW0 ).
Al día siguiente fuimos a la catedral de San Salvador para visitar la cripta de San Oscar Romero. La cripta, hecha de bronce, es impresionante: una reproducción de Romero yaciendo boca arriba y flanqueado por cuatro mujeres nativas sosteniendo uno de los evangelios cada una. El lugar estaba vacío, lo cual me permitió estar un buen tiempo a solas orando por quienes me pidieron oraciones en este lugar.
Luego nos dirigimos a El Paisnal, el poblado de donde era oriundo el sacerdote jesuita Rutilio Grande. El 12 de marzo de 1977, Rutilio fue emboscado por un comando militar mientras se dirigía a la iglesia del Paisnal. Él y sus dos acompañantes, el catequista Manuel Solórzano y el jovencito Nelson Rutilio Lemus, fueron asesinados ahí mismo. En el sitio donde ocurrió esta tragedia, los pobladores de El Paisnal han erigido una pequeña ermita que, para mi sorpresa, estaba muy sucia y descuidada. Ahí nos detuvimos y bajamos del auto para orar por unos instantes. Varios sacerdotes salvadoreños habían sido asesinados antes de Rutilio, pero fue la muerte de su querido amigo lo que hizo que Romero llevara su palabra profética a niveles nunca antes imaginados y afrontar incluso las consecuencias más peligrosas.
Celebramos la Eucaristía en la iglesia de El Paisnal. El padre Pepe ofreció una hermosa homilía donde compartió una muy buena semblanza personal, teológica y pastoral de Rutilio. Decía que Rutilio “fue martirizado por amor al evangelio, por amor a la persona humana, por su entrega a los pobres y a los campesinos.” Esa entrega se concretó en el trabajo que Rutilio realizó para que cada uno tuviera su espacio, su lugar, donde no les faltara nada, donde cada uno tuviera su ‘con qué’ seguro en la mesa de la creación. (Ver homilía completa aquí: https://youtu.be/_pe7HFBUkZA ).
Al día siguiente, Pepe me llevó a la Universidad de Centro América (UCA). Ahí, una guía nos dio un recorrido por el Centro Monseñor Romero en el lugar de la antigua casa de los jesuitas. El 16 de noviembre de 1989, un pelotón del batallón Atlacatl de la fuerza armada de El Salvador bajo las órdenes del coronel René Emilio Ponce, penetró en la universidad durante la noche y asesinó a seis jesuitas y dos mujeres que trabajaban en la UCA. Los jesuitas fueron asesinados por formar la conciencia de los estudiantes según la Doctrina Social Cristiana, por su defensa de los derechos humanos de los salvadoreños oprimidos, y por su denuncia profética de los crímenes cometidos por el gobierno y los militares; las mujeres fueron asesinadas debido a que los soldados no querían dejar ningún testigo de la masacre.
Al día siguiente, el 24 de junio, y muy a mi pesar, terminó mi peregrinaje por esta hermosa tierra de mártires. Romero y los demás mártires nos dan testimonio de una iglesia muy al estilo de Jesús, la misma que el papa Francisco nos anima a construir: una iglesia-pueblo de Dios, una iglesia que hace suyos las alegrías, las tristezas, los anhelos y las esperanzas de los seres humanos, una iglesia que trabaja comprometidamente para la liberación integral del ser humano, es decir, la liberación para el amor, la compasión, la justicia, la solidaridad. Romero hablaba de una revolución pacífica del amor. Ese es el legado que me siento invitado a practicar en mi vida y en mi ministerio presbiteral.
Cuando despegaba el avión vinieron a mi mente los rostros de las personas que conocí en esta peregrinación. Sentí que una parte de mi se quedaba en este país y con este pueblo entre el cual hay mucha gente buena, comprometida y trabajadora que, aún hoy, a más de 40 años del martirio de San Oscar Romero, sigue anhelando la paz y la justicia a la que tiene derecho. Sólo espero volver un día para convivir más con las hermosas comunidades eclesiales del pueblo salvadoreñ