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Honrando a Nuestro Señor a su Madre y a nuestros seres queridos

Un hombre lleva un ramo de flores mientras visita el cementerio Laurentino en Roma, donde el papa Francisco celebró la misa por la fiesta de los Fieles Difuntos, el 2 de noviembre de 2024. Foto/CNS/Lola Gómez

Recientemente regresé de un fabuloso crucero con buenos amigos por el río San Lorenzo. Fue una maravillosa manera de pasar 10 días en octubre, observando el hermoso follaje y los deslumbrantes colores del otoño a nuestro alrededor. Una vez más, sentí el asombro y la majestuosidad de la naturaleza, y cuán presente está Dios en la belleza de su creación.

Durante el viaje, recé el rosario todos los días. No solo porque octubre es el mes del rosario, sino porque en los últimos años he estado tratando de reintegrarlo a mi vida de oración.

Para ser sincero, mi relación con el rosario ha tenido sus altibajos. Durante mi época en el seminario en Mt. St. Mary’s, rezar el rosario fue una parte esencial de mi vida; sin embargo, en algún momento, mi dedicación a esta práctica comenzó a desvanecerse. En los últimos años, he rezado el rosario principalmente mientras conduzco, sobre todo desde que inicié mis viajes hacia St. John’s, cuatro mañanas a la semana.

He descubierto que es una excelente manera de empezar el día, aunque admito que rezarlo mientras conduzco no es la forma ideal de orar. No es lo mismo que sentarme en la capilla y meditar más profundamente en los misterios, pero definitivamente es mucho mejor que escuchar la radio o dejar que mi mente divague sin rumbo.

Al finalizar este mes de octubre, los invito a reflexionar sobre el lugar que ocupa el rosario en sus rutinas de oración. Si en el pasado lo rezaban con más frecuencia, quizá sea el momento de retomar esa costumbre. Y si nunca lo han rezado, quizás deseen descubrir el profundo significado de hacerlo con regularidad, haciendo una pausa en medio del ajetreo de la vida diaria para alabar al Señor Jesús a través de los misterios de su vida y honrar a su Santa Madre.

Me encanta esta época del año, por dos de mis festividades preferidas. La primera es Halloween, una ocasión para disfrutar viendo a los niños disfrazarse y recibir dulces. Las tiendas y muchas casas se llenan de decoraciones de Halloween, creando un ambiente festivo y alegre.

Cada año, visito a una familia de mi antigua parroquia, el Santísimo Sacramento, donde literalmente veo a cientos de niños yendo de casa en casa, sonriendo y riendo. Me entusiasma esta oportunidad de compartir con ellos y ser parte de su alegría en las festividades de Halloween.

Cuando hablo con los niños, me sorprende cuánto saben sobre el origen de Halloween, cuyo nombre deriva de All Hallow’s Eve, la víspera de All Hallow’s Day, que hoy conocemos como el Día de Todos los Santos. En esta fecha, recordamos, honramos, bendecimos y rezamos por todos aquellos que están con Dios en la alegría de la vida eterna.

La Iglesia siempre ha honrado a los mártires y a los santos canonizados que “vivieron de manera heroica, ofrecieron su vida por los demás, fueron martirizados por la fe y son dignos de imitación”. Sin embargo, también reconoce que muchos otros comparten la gloria eterna de Dios sin haber sido oficialmente declarados santos.

A ellos es a quienes celebramos, honramos y por quienes oramos en el Día de Todos los Santos. Esto incluye a nuestros padres, abuelos, bisabuelos, tíos, tías, vecinos, amigos, sacerdotes, hermanas, ministros laicos y a todas las personas que conocemos que hicieron su mejor esfuerzo, vivieron vidas ejemplares y nos hicieron sentir la presencia de Dios.

El día siguiente, el Día de los Muertos, tiene una importancia muy especial para mí. Es particularmente significativo porque, hace 49 años, el 2 de noviembre, mi padre partió al encuentro de Dios a la joven edad de 66 años. Desde mi perspectiva, él fue un santo; si estuviera en mis manos, lo canonizaría de inmediato.

Llevó una vida de santidad. Crió a 13 hijos, quienes seguimos esforzándonos por honrar los dones de fe que recibimos de mamá y papá. Tuvo un matrimonio extraordinario que duró 39 años y que fue truncado prematuramente por su fallecimiento a causa de un aneurisma. Para mí, él encarna la imagen perfecta de lo que debería ser un padre. Además, fue diácono en la Iglesia, tuvo una carrera exitosa como escritor en el gobierno y fue autor de libros espirituales. Fue un hombre de Dios, lleno de fe, y un héroe para nuestra familia y para muchos otros que lo conocieron.

El Día de los Muertos no solo es significativo para mí, sino para todos, pues recordamos a aquellos que quizá aún están en el camino hacia la gloria de la vida eterna. Esto se conoce a menudo como purgatorio, que a veces se describe como una “sala de espera” para el cielo; sin embargo, yo lo veo más como un proceso, una oportunidad de purificación para prepararnos para vivir con Dios, quien es amor y pureza.

Hace muchos años, un amigo sacerdote me compartió su visión del purgatorio a través de una experiencia que vivió. Fue a visitar a una persona que estaba pintando su casa; ella le abrió la puerta con ropa de trabajo, llena de manchas de pintura. Aunque el padre Bernie le dijo que no era necesario que se cambiara, ella insistió en arreglarse antes de recibirlo, ya que necesitaba sentirse lista para la visita.

Es una gran bendición saber que tanto nosotros como nuestros seres queridos podemos compartir el amor y la gloria eterna de Dios.



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