Durante la Semana Santa y el Triduo Pascual, la Iglesia recuerda espiritualmente y de manera sacramental el sufrimiento, la muerte y la resurrección de Jesús. Hoy en día, entre quienes experimentan esa Pasión de manera tangible y personal, se encuentran los miembros de las comunidades de inmigrantes y refugiados.
Esta situación empeora y se vuelve cada vez más ominosa con el paso de los días. El Gobierno federal ha emprendido una campaña de “choque y pavor”, con operaciones agresivas, cuya legalidad es cuestionable y que van más allá de una simple “aplicación” de las leyes migratorias.
El cardenal Robert McElroy ha calificado con contundencia este sufrimiento y esta injusticia como una “guerra de miedo y terror”. Y tiene razón. En su libro Esta Guerra es la Pasión, la autora espiritual Caryll Houselander describió la experiencia del pueblo inglés durante la Segunda Guerra Mundial, diciendo: “esta guerra es la Pasión de Cristo en nosotros”. Y tal como sucedió con Jesús en el Huerto de Getsemaní y tras su arresto, este sufrimiento incluye no solo los abusos infligidos por el Gobierno a migrantes y refugiados, sino también la ausencia de un apoyo visible por parte de personas que se consideraban amigas.
Muchos temen que esta crisis solo conduzca a la ruina. Sin embargo, hay algo en nuestras vidas que no está en peligro y en lo que podemos tener esperanza: la presencia continua de Jesús, el Señor resucitado, entre nosotros. Con esa certeza, Houselander escribió que “podemos enfrentar la guerra con Su espíritu”. Esto incluye ofrecer estas pruebas y preocupaciones a Nuestro Redentor y también, como lo expresa san Pablo (Colosenses 1,24), completar en nosotros lo que falta a sus padecimientos. En el misterio evangélico del sufrimiento humano, donde Jesús, el Crucificado, viene a nuestro encuentro y asume nuestra adversidad, “podemos cargar con nuestra parte de la cruz como un acto de amor mutuo para contribuir a nuestra redención común”, exhorta Houselander.
Sin embargo, aunque el sufrimiento redentor es una gracia, sería mejor que estas injusticias e infamias no ocurrieran. Por eso debemos alzar la voz, como lo hizo san Óscar Romero y como lo enfatizó el cardenal McElroy en una reciente sesión a líderes parroquiales y ministeriales. Debemos ponernos del lado de quienes están en riesgo —dijo— y no podemos permitir que el odio antiinmigrante se afiance y se imponga en nuestra sociedad.
Resulta alarmante que esta ofensiva encuentre tanto silencio —o incluso aprobación— en muchos. A quienes callan o se desentienden, a quienes no se sienten perturbados por esta realidad —o peor aún, la aplauden— especialmente si son católicos, les pregunto: ¿son conscientes del sufrimiento que están enfrentando sus semejantes? ¿No les conmueve el dolor, la miseria y el miedo real que estas operaciones y políticas injustas están provocando? ¿No se les inquieta la conciencia? ¿Cómo pueden mantenerse al margen? En la última enseñanza de su ministerio público, Jesús advirtió que seremos juzgados por cómo respondamos ante quienes están en necesidad (Mateo 25, 41–46).
Estas acciones alarmantes, que violan derechos humanos fundamentales y la dignidad de las personas, no se están tomando solo contra indocumentados, miembros de pandillas o individuos que han cometido crímenes violentos, sino también contra migrantes y refugiados pacíficos y productivos. Esta situación afecta negativamente también a sus familiares —algunos de los cuales son ciudadanos estadounidenses—, así como a organizaciones como la Iglesia Católica que les brindan asistencia. Al parecer, ya nadie está a salvo de que se anule arbitrariamente su estatus protegido, su visa o su tarjeta de residencia. Esto ha dejado a muchos aterrados ante la posibilidad de que ellos o sus seres queridos sean capturados y desaparecidos sin previo aviso.
Por ejemplo, el estatus protegido de refugiados y de personas a quienes se les concedió asilo ha sido cancelado arbitrariamente, sin que hayan cometido ningún delito. Titulares de visas y residentes permanentes han visto revocadas sus autorizaciones legales y luego han sido detenidos en la calle por agentes gubernamentales enmascarados, incomunicados sin acceso a sus abogados y encarcelados en espera de deportación. Académicos universitarios y otras personas también han sido detenidos en la frontera o se les ha negado la entrada tras viajar al extranjero. Incluso ciudadanos estadounidenses están siendo objeto de sospechas o de perfiles étnicos, basados únicamente en su apariencia o acento. Quienes se han naturalizado tal vez se pregunten si serán los siguientes en ser señalados, si no se inventará algún pretexto para revocarles secretamente la ciudadanía.
El video de una estudiante confrontada por agentes enmascarados después de que su visa fue revocada sin previo aviso —presuntamente por haber coescrito un artículo de opinión años atrás— es estremecedor. Aún más alarmante es que el Gobierno se haya atribuido ahora la autoridad de detener unilateralmente a personas, basándose solo en sospechas —o por tener tatuajes— y enviarlas a una cárcel en El Salvador acusada de violaciones a los derechos humanos, todo sin revisión judicial que al menos determine su identidad. El mismo Gobierno ha admitido que algunas personas han sido deportadas erróneamente, pero sus funcionarios se oponen a los intentos de corregir estas injusticias.
Más de un estadounidense por nacimiento dice que ya no reconoce a su propio país, pero muchos de nosotros, provenientes de otras tierras, sí reconocemos muy bien el terror de ver a personas desaparecer a manos de policías secretas. Justamente dejamos nuestros países para escapar de eso. Sin embargo, muchas personas siguen calladas, quizás por miedo, olvidando que el Espíritu Santo nos da la gracia de la fortaleza para hablar con valentía en favor del bien.
Cuando crecía en El Salvador, había un hombre que no tenía miedo de alzar la voz. Se llamaba Óscar Romero, arzobispo de San Salvador. Me parece que hoy necesitamos más Óscar Romeros. Necesitamos que todas las personas de buena voluntad sigan su ejemplo y exijan al Gobierno que respete la dignidad humana.
En su última homilía dominical, el día antes de ser asesinado, san Óscar Romero hizo un llamado especial a los agentes del Gobierno: “Es tiempo de que recuperen su conciencia y que la obedezcan en lugar de seguir la orden del pecado”, dijo. “Queremos que el Gobierno comprenda bien que las reformas no valen nada si están manchadas de tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este pueblo sufrido, cuyos lamentos suben cada día más tumultuosos al cielo, les ruego, les suplico, les ordeno en nombre de Dios: ¡suspendan la represión!”
Ante la situación actual, exhorto a los funcionarios y empleados del Gobierno a escuchar estas palabras que han resonado a lo largo de la historia. Ha llegado el momento de que ustedes recuperen su conciencia. Lo que están haciendo no vale nada si está manchado por una crueldad injusta. Eso no representa a Estados Unidos. Ustedes también pueden —y deben— alzar la voz contra este terror y contra el sufrimiento que se está infligiendo a tantas personas. Pueden negarse a participar en la opresión y en estos graves atentados contra los derechos y la dignidad humanas.
San Romero pagó un precio por denunciar el estado de sitio en su país. Y es cierto que, si ustedes lo hacen, podrían enfrentar consecuencias personales adversas. Incluso podría implicar perder su trabajo, pero eso es preferible a ser cómplices del mal, y los conducirá a algo aún mejor. Como dijo este santo en sus últimas palabras antes de su martirio: “Si hemos impregnado nuestra obra de una gran fe, de amor a Dios y de esperanza en la humanidad, todas nuestras tareas conducirán a la espléndida corona que es la recompensa segura de sembrar verdad, justicia, amor y bondad en la tierra”.