La elección del tema de la ‘esperanza’ para el Año Jubilar 2025 por parte del papa Francisco fue, sin lugar a duda, providencial. Necesitamos desesperadamente la esperanza en estos tiempos, que deberían brindarnos seguridad y felicidad, pero que, lamentablemente, no lo están haciendo.
En esta, mi primera columna, que será mensual, había planeado escribir algo positivo, como dar la bienvenida a nuestro nuevo arzobispo, el cardenal Robert McElroy, o sobre la unidad en la diversidad que caracteriza a la Iglesia Católica. Sin embargo, la desafortunada realidad actual hace aún más relevante ofrecer unas palabras de esperanza.
Parece que, cada día, enfrentamos nuevas pruebas, desafíos y preocupaciones, algunas de ellas alarmantes. Por ejemplo, el drama personal del papa Francisco, los despidos masivos de trabajadores gubernamentales, los recortes drásticos en la ayuda a los más necesitados, las amenazas de redadas, la discriminación en las políticas migratorias y la revocación del estado de protección a los refugiados, mientras que a los más privilegiados se les ofrece la oportunidad de comprar la ciudadanía estadounidense. A esto se suman las ansiedades propias de la condición humana, que pueden afectarnos incluso en los mejores tiempos.
La experiencia cuaresmal de privarnos de ciertas comodidades -imitando los 40 días que Jesús pasó en el desierto, lo cual a su vez nos recuerda los 40 años que el Pueblo de Dios pasó en el desierto tras el Éxodo de Egipto- nos ofrece algunas respuestas oportunas sobre cómo encontrar la luz de la esperanza en medio de la actual oscuridad de nuestra sociedad y de nuestras vidas.
Al inicio de la Cuaresma, escuchamos: “Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”, mientras nos imponen cenizas en la frente, en forma de cruz. Este recordatorio de que un día nuestras vidas terminarán podría interpretarse como un mensaje de desesperanza, pero, en realidad, es un sabio mensaje que nos conduce a la esperanza. La cruz, que se coloca sobre nuestros cuerpos, nos recuerda gráficamente la promesa de vida eterna en nuestro Redentor, Jesucristo. Las cenizas y el polvo, símbolos de humildad ante el Todopoderoso, nos enseñan la bondad de la pobreza espiritual y de la dependencia total de Dios para nuestro sustento.
A lo largo de la historia de la salvación, Dios nos advierte que enfrentaremos tiempos difíciles. Sin embargo, para salvarnos, no debemos poner nuestra confianza en los hombres, en los gobernantes ni en las cosas del mundo, porque todo eso terminará siendo polvo. En cambio, él nos insiste que busquemos refugio en lo eterno, en Dios nuestro Señor. Solo en él encontraremos la verdadera esperanza. Y así como proveyó el maná en el desierto, nos sostendrá hoy y nos guiará a través del valle oscuro.
Cuando los israelitas peregrinaban por el desierto, no tenían supermercados donde comprar comida. Sus rebaños eran insuficientes para alimentar a todos por mucho tiempo, la caza era escasa y, dado que estaban en constante movimiento, no podían cultivar la tierra. Dependían completamente de Dios, quien les proveía mientras los conducía a la Tierra Prometida.
La primavera se aproxima, pero no puedo prometer que también veremos pronto una primavera en la sociedad o en la humanidad. No puedo asegurar que quienes buscan una vida mejor no continuarán atravesando el desierto. Pero sí puedo afirmar -con certeza- que nuestro Señor Jesús está con cada uno de nosotros en todo momento. “Las tormentas que nos sacuden nunca prevalecerán, porque estamos firmemente anclados en la esperanza nacida de la gracia”, nos aseguró el papa Francisco. Esta esperanza “nos inspira a seguir avanzando, sin perder nunca de vista la grandeza de la meta celestial a la que hemos sido llamados” (Spes non Confundit, 25). Y cuando nuestra peregrinación terrenal termine, como lo atestigua Su Santidad, esta esperanza cristiana nos da la certeza de que la vida no se extingue, sino que se transforma.
Entonces, ¿qué debemos hacer ante los desafíos actuales de nuestra nación y del mundo? Lo mismo que hicieron los israelitas en su travesía por el desierto y lo mismo que hizo el pueblo de la diáspora africana para soportar la cruel esclavitud: no esperar soluciones mundanas rápidas, sino poner nuestra confianza en el Señor.
Por supuesto, debemos seguir alzando la voz y trabajando por la justicia. Debemos insistir en que nuestros líderes públicos protejan y promuevan la dignidad humana como condición necesaria para una sociedad decente. Pero no serán los gobernantes los que nos van a salvar.
Así que volvamos nuestro corazón al Señor, como nos insta el profeta Joel en las lecturas del Miércoles de Ceniza. Cristo es nuestra ayuda y nuestra esperanza. Siempre estará con nosotros para alentarnos y sostenernos hasta el fin de los tiempos.