Da igual dónde, da igual cuándo, la sin razón del nativismo, la demagogia del nacionalismo y la obsesión por el ‘brillo del oro’ que produce ceguera. La intención de estas líneas al iniciar un nuevo año con el natural optimismo que deviene de la plena conciencia de pertenecer a ‘una sola familia’, rica en diversidad por su multiculturalidad, es restituir la memoria histórica de una sociedad creada por inmigrantes que fundaron un país sobre la base de dos medulares ideas abstractas: libertad e igualdad de oportunidades para todos. ¿Qué queremos decir? Por encima de los convulsos acontecimientos que puedan suceder a nuestro alrededor, el mayor desconcierto se manifiesta cuándo dejamos de ser optimistas, vale decir proactivos frente una situación incierta, cuando dejamos de preguntarnos qué hacemos o qué sigue o cómo respondemos a los retos que nos plantea la incertidumbre de los momentos aciagos.

En las últimas décadas, las transformaciones ocurridas en el seno de nuestras comunidades han sido fascinantes y antojadizas, algunas llenas de ironía. El endurecimiento de las leyes anti inmigratorias es uno de esos irónicos hechos que están empujando el cambio para dar paso a la interrogante: ¿qué hay de nuestros derechos civiles? Si rasgamos un poco la superficie de nuestra sociedad descubriremos a un hombre quijotesco obsesionado con la visión de una sociedad norteamericana donde la igualdad y la verdad triunfan sobre raza, sexo y prioridades presupuestales.

Paralelamente a esa visión, crecieron los movimientos de derechos civiles que son tan antiguos como la nación misma, y que han ido transformándose en las últimas centurias. Cuando Estados Unidos emergió de su estado colonial sus propias políticas y acciones trajeron consigo movimientos y acciones de protestas no violentas, precursoras del moderno movimiento de los derechos civiles. Independientemente del grupo social, los movimientos de los derechos civiles han estado intrínsecamente ligados a un recóndito deseo de reconocimiento y respeto.

En nuestra comunidad del área metropolitana, cuya composición es bastante heterogénea, el surgimiento de ese movimiento aún no consolidado se remonta a los diferentes esfuerzos que –hace más de medio siglo- se hicieron para proveer de servicios a nuestros ancianos, empleos para nuestros jóvenes, salud y vivienda para los necesitados que tuvieron un gran impacto en la comunidad inmigrante. Esfuerzos que entonces fueron impulsados por personas como Carlos Rosario, Marcela Gutiérrez, Marina Félix y el abuelo de Arturo Griffiths, entre otros. Entonces no se hablaba de derechos civiles, se batallaba por los derechos de los hispanos e inmigrantes que en la praxis equivalía a luchar por sus derechos civiles. Entonces no teníamos un solo policía hispano. No teníamos el Centro Católico Hispano y la Clínica del Pueblo que hoy son una realidad por lo que hizo esa gente y una legión de voluntarios.  Hoy, como en aquella época, lo más fácil era criticar. El quid del asunto es comenzar por dejar de hablar de nosotros mismos y empezar a hablar de nuestra comunidad porque si no podemos hablar e investigar sobre las cosas que pasan en nuestra comunidad, sobre los problemas que nos aquejan, nunca sentaremos presencia.

Necesitamos una voz que diga ¡basta ya!  Es importante comunicar las cosas porque cuando alguien dice que es libre, asume su responsabilidad y la responsabilidad de representar a su comunidad. Las cosas no se hacen aisladamente. La comunicación es clave. No sólo hablar entre nosotros, sino también con otras comunidades. Es vital que aprendamos a escuchar y a reconocer a nuestra gente, dejando de lado “el quítate tú y el déjame a mí”.

Si ahora no podemos trascender dejaremos de ser optimistas para sumirnos en la espera de que otros nos saquen adelante, una espera sin esperanza, toda vez que –como dijo el poeta– “esperar es nutrirse de un amor vacío”.